En la parte alta de la colina de Algora, en la calle de La Cuesta, escasamente oculta de los inquisitivos ventanales de la pequeña iglesia que corona la loma, se encuentra El Monegal, recia casa de tres cuerpos, heredada por generaciones de Guzmanes que ostenta, con su cotidiana opulencia, la seguridad ganada por sus amos tras varias distinciones religiosas y políticas en
la localidad. Enfrente de la nave principal de la casa luce un enorme portalón de madera que siempre abierto, invita a cualquier visitante a la oscuridad y frescor de la silenciosa entrada de la casa. Poco visibles en la oscuridad de la entrada están las escaleras que conducen a los dormitorios de los amos, hacia la derecha, la sala de comer y al fondo la chimenea del Monegal y más allá los fogones y el fregadero siempre preparados para preparar las comidas. Afuera, encima del portal cuelga un pequeño balcón que nunca ha gozado de la fragancia de un geranio y atrás, unido por misteriosas vigas a la nave principal de la casa, se asienta un destartalado granero lleno de sacos de harina, garrafas de aceite, almendras y uvas colgadas a medio secar. Escondida en una esquina del granero esta una escalera de madera vieja que conduce al piso de arriba, encima del granero, donde se asientan los cuartos de dormir de los mozos Juan y Jacinto.
Allí, en la tranquilidad de su cuarto, los pensamientos de Jacinto surgen vividos, como si aquellas imágenes que se le presentaban fueran reales. Eso le gustaba a él. Nuevamente veía a Matilde de rodillas lavando en la alberca, su recia espalda arqueada en la cintura, sus rodillas plantadas en una piedra a la orilla del agua. Veía como el húmedo vestido se ceñía entre las piernas de la mujer, dibujando sus nalgas fuertes él troncos. La veía levantarse y secarse las manos en el delantal salpicado de espuma de jabón en las prominencias de sus senos, su cara sudorosa, brillante, sonriendo ahora al sol, luego al agua, desafiando al aire, siempre en movimiento, captando con gusto todo a su alrededor. Jacinto se imaginaba que sus manos acariciaban aquellos brazos tostados por el sol y que por sus dedos se derramaba el pelo azabache de la mujer. Esos pensamientos excitaban a Jacinto, le hacía sentir todavía más deseoso de ser parte de todo aquello relacionado con Matilde. Quería poder reír y charlar con ella, pero para él, Matilde solo tenía breves saludos y solo cuando se veían de vez en cuando por los caminos del pueblo o cuando, con alguna excusa él la visitaba en la Caseta.
Por eso, Jacinto había decidido ir a visitar a Matilde a la Casera lo más frecuentemente posible. La visitaba con cualquier excusa, así al menos él podía saludarla y podía hablar con ella aunque no fuera más que unos minutos. Él pensaba que quizá a ella le gustaría saber los comadreos del pueblo y como él se enteraba de muchas cosas en el Monegal, él podía contarle muchos chismes, cosas que a ella seguramente le divertirían. Así le demostraría que él no era un niño, total él solo era un unos años más joven que ella, que importaba.
Los del pueblo hablaban mal de Matilde, la trataban de mujerzuela, de cosas que él no quería ni escuchar. Nadie sabía de dónde venía ella. Ella llegó al pueblo unos años atrás, cuando solo tenía quince años, con Paco, un tratante de ganados que decía que era su tío. Cuando llegaron a Algora, Jacinto no tenía interés en la pareja, por eso nunca conoció a Paco, pero según decía la gente, Paco tenía mucha plática y sabía ganarse a la gente y el dinero Llegaron allí con la Viuda del Molino, en una tártara bastante nueva llena de ropa y de algún que otro mueble. En cuanto llegaron se instalaron en la Caseta, una casa al pie de la colina de Algora que pertenecía a la Viuda y que había estado abandonada varios años. Además de la Caseta, la Viuda era la dueña de un molino de harina muy cerca de Algora, que estaba a la orilla del Salado y que casi todos los vecinos de Algora tenían que usar de no ser que quisieran llevar su trigo mucho más lejos a otro molino de otros pueblos. Antes de que la gente de Algora se diera ni cuenta, Paco y Matilde limpiaron la Caseta, arreglaron las ventanas, allanaron la entrada delante del portal, pintaron las paredes, metieron todas sus pertenencias en la estancia y acomodaron la mula y el carro en el pequeño corral. La Viuda apenas tuvo que hacer nada. Eso era lo que ella quería, desde que su esposo murió, ella había vivido con una sobrina en un pueblo vecino y solo iba a Algora en las fiestas o cuando tenía que resolver negocios con algún vecino del pueblo. En ocasiones, cuando visitaba Algora, la Viuda había comentado que le gustaría encontrar a alguien que quisiera vivir con ella en la Caseta porque así podría regresar a Algora y estar más cerca del molino. La Viuda aunque era un poco mayor, tenía la reputación de ser tan capaz de trabajar y de resolver cualquier problema ella solita, como cualquier hombre, por eso los vecinos la respetaban y nunca se metían con ella. A la Viuda siempre le había gustado viajar, así que siempre que podía acompañaba a su esposo a las ferias de los pueblos de la comarca, e incluso después de que su esposo muriera, ella siguió yendo a las ferias siempre que podía. Durante uno de esos viajes que había hecho con su esposo hacia ya años habían conocido a Paco y luego se habían visto de vez en cuando. Últimamente, hacia solo unas semanas, en una de las ferias que la Viuda había podido ir, se había encontrado con Paco otra vez. Charlando se dieron cuenta de que se podían ayudar el uno al otro.